Ya no (me) quedan «patrias». Patrias donde la utopía deje de serlo de una vez y por todas. Donde la justicia y la fraternidad sean el sol y la luna que ilumine sus días y su noches. Donde el pan no falte, y el sufrimiento (¡Ay, el sufrimiento!) sea trastocado en sanidad y alegría.
Busco una patria. Dónde está, que no la encuentro.
Mi existencia como la de otros, en el pasado y en el presente, va buscando una patria, una ciudad donde se pueda vivir en paz y justicia. Vivo como peregrino y extranjero. No me reconozco en las diferentes patrias que me son ofrecidas diariamente. Busco otra diferente, anhelo otra mejor.
Supongo que moriré, como antaño los patriarcas de Israel, sin recibir lo que el Dios de Jesús de Nazaret me ha prometido. Sin embargo como ellos, miro de lejos la promesa, esa utopía querida que llena mis noches de nostalgia. La saludo, y confieso que soy peregrino y extranjero en esta tierra.[1]
Mientras tanto, deseo disfrutar de mis hermanos y hermanas que, rodeándome, me acompañan en mi peregrinar. Ellos son mi patria momentánea, imperfecta, pero real, palpable, y tangible. Hago mías las palabras que escribiera Paulino Masip desde sus exilio mexicano, para reafirmar que ellos –mis hermanos y hermanas- son “el hogar espiritual, la comunidad de sentir, de pensar y de expresar, sin los cuales el pan sirve para poco” [2].
Ignacio Simal
[2] Paulino Masip, Cartas a un español emigrado, p. 72 Citado por Ana González Neira, en su ensayo “El debate españolismo-hispanoamericanismo en el exilio español: la propuesta de solución de Paulino Masip”.
