Cuenta la narración mateana (Mt. 27: 57-61) que una vez muerto Jesús, uno de sus discípulos llamado José de Arimatea -un rico al servicio del reino de Dios- acudió a Pilato para reclamar el cuerpo sin vida de Jesús. Pilato accedió a su petición y le dio el cuerpo del Crucificado. José tomó el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sabana y lo enterró en un sepulcro de su propiedad. El evangelista nos señala en su narración que estaban allí “María Magdalena y la otra María, sentadas delante del sepulcro” (Mt. 27:61).
Hoy como ayer, muchos discípulos de Jesús nos encontramos como aquellas mujeres seguidoras del Profeta galileo, sentados delante del sepulcro de nuestro Maestro. El problema es cuando ese estado de ensimismamiento frente al sepulcro no dura un día, como el fue el caso de los primeros discípulos, sino que se cronifica y se convierte en norma de nuestra fe llega a ser una rémora para nuestra vida de seguimiento.
Si bien confesamos su resurrección, nuestra experiencia no es de alegría sino de tristeza, seguimos mirando al sepulcro. Jesús sigue bien muerto y enterrado. Y nosotros hacemos vela, hora tras hora, día tras día, año tras año, frente a su tumba. El silencio de Dios desde su última Palabra (Heb. 1:2) nos incomoda y nos sumerge en la perplejidad existencial. Pareciera que el Mesías sigue en el sepulcro. Nos sentimos solos y, en cierta manera, abandonados. La esperanza se marchita.
De esa experiencia queremos escapar y no podemos. Como mucho llegamos a crearnos un mundo de ficción donde vemos a Dios actuando por todas partes, en lo bueno, en lo menos bueno y en lo malo. Pero en nuestro fuero interno somos conscientes de que no acabamos de ver nada, y seguimos sentados frente al sepulcro del Crucificado.
Pero es en esa experiencia donde nos encontramos, frente a frente, con el nudo gordiano de la fe cristiana. Un nudo gordiano imposible de deshacer y que nos introduce, así lo pienso, en una experiencia madura de seguimiento de Jesús. En la experiencia que nos introduce en una fe que no se fundamenta en la visión de Dios (Nadie ha visto jamás a Dios -1Jn. 4:12-) o en la del Resucitado (A quien amáis sin haberle visto -1Ped. 1:8-). Una fe que no espera el milagro que demuestre que Él no sigue en el sepulcro. Una manera de entender la vida cristiana que nos empuja a luchar por lo que batalló el Profeta de Galilea ya que su causa la creemos legítima y justa, y no porque vaya acompañada de “señales y prodigios”.
Muchos confesamos nuestro agnosticismo frente a la posible solución del problema de la teodicea, frente a esos milagros y acciones maravillosas de Dios que algunos nos anuncian, frente a tanta afirmación gratuita que no se adecua a la experiencia brutal y obscena que muchos seres humanos, creyentes o no, experimentan hasta que descienden a la tumba. ¡Tantas preguntas y tan pocas respuestas convincentes!
En medio de todo eso y sentados, en más ocasiones de las que confesamos, frente al sepulcro de Jesús afirmamos nuestra fe en la resurrección, y nos sentimos felices de poder perseverar en la búsqueda del reino de Dios y su justicia en medio de nuestra aldea global con una alforja cargada de dudas no resueltas pero todavía seducidos por Su persona y mensaje.
Amo a Dios, creo en Jesús sin haberle visto y sé que un día triunfará la justicia en el mundo a través del reino que anunció Jesús (1 Ped. 1.8). Y por ello me retiro del sepulcro de Jesús y me abro a la esperanza que nos anuncia la confesión de su resurrección. Acabo con las palabras que el Masetro dirigió a Tomás, “porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron” (Jn. 20:29). Una palabra altamente incómoda pero veraz, los cristianos creemos sin ver…
Ignacio Simal