
Pastor Víctor hernández
Gregorio de Nisa (siglo IV) escribió una bella formulación sobre el bautismo:
Hemos sido bautizados, como nos ha sido mandado; creemos conforme a como hemos sido bautizados; y sentimos como creemos. Así, sin discrepancia alguna, el bautismo, la fe y la gloria consisten en que hay un Padre, un Hijo y un Espíritu Santo.
La fórmula de Gregorio, uno de los padres Capadocios, se actualiza cada vez que participamos del bautismo de un niño o una niña pequeños.
En el acto del bautismo infantil, sencillo y profundo a la vez, recordamos que Lutero dijo que cuando se bautiza a un bebé es más evidente para todo mundo que somos salvados por la gracia de Dios, y que no hay ninguna virtud ni mérito de parte nuestra. Efectivamente, allí está esa pequeña niña: nos mira y no sabe lo que sucede, no tiene una fe en el sentido de una persona adulta y tampoco tiene una historia donde haya experiencias de conversión ni de santidad. Un bebé es un ser humano desnudo. Sin méritos ni prestigio. Pero en sus ojos hay una confianza plena, que se confirma en la mirada hacia su madre y su padre.
En la tradición anabaptista se denomina “bautismo de creyentes” al bautismo de adultos. Pero el bautismo de niños es también un bautismo de creyentes, puesto que el acto se realiza por padres que son creyentes en Jesucristo y rodeados de una comunidad de fe, en la que todos/as compartimos la experiencia de haber recibido el don de la fe, por la gracia de Dios. ¿En qué consiste esa fe? En la confianza que se asienta en una larga historia de fidelidad por parte de Dios. Es la confianza que deriva de la fidelidad de una Alianza con Dios, un pacto que no se rompe porque por medio de su Espíritu Santo, Dios nos confirma que está siempre en medio de nosotros.
Así como en los votos de una promesa de amor (como los amantes que se casan) se dan la señal de un anillo, así el pacto de Dios con nosotros se ha confirmado con la vida, la muerte y la resurrección de Jesús el Cristo. El agua del bautismo simboliza, en el ritual vivo que nos reúne en torno al bebé bautizado, esa experiencia de pertenencia al Dios que nos salva por su amor. Porque en la salvación hay un misterio que se llama Jesucristo, y ese misterio es la sobreabundancia de su amor.
Pero hay algo más que necesitamos recordar, delante de un momento tan gozoso como el bautismo de una niña pequeña, y son las palabras de Jesús: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios (Mc 10:14). Jesús nuevamente nos deja delante del misterio: ¿en qué sentido el Reino de Dios es de los niños? y ¿qué significa hacerse como niño para entrar en el Reino? Todos los adultos que tenemos niños bajo nuestro cuidado sabemos que nos corresponde educarles, con todo lo que ello implica de responsabilidad y cuidado. Para los padres creyentes esa educación supone tener como horizonte el enseñar a sus niños a “amar a Dios por sobre todas las cosas y amar al prójimo como a si mismos”. Pero ¿qué significa que el reino es suyo y que hemos de hacernos como estos niños o niñas pequeños? Jesús nos desafía con estas palabras que sorprenden y nos colocan frente a estos pequeños, que son tan pequeños/as.
Quisiera decir algo sobre una manera de entender que el Reino de Dios pertenece a los pequeños. Me refiero a su mirada. Los ojos de los niños pequeños están encantados: son capaces de mirar con asombro y se maravillan. Ven el mundo por vez primera y, en esa mirada encantada, son capaces de enseñarnos que es posible tener otra mirada, otro punto de vista sobre la realidad. En este sentido, los niños nos educan a los adultos cuando nos devuelven esa capacidad de asombro, esa posibilidad de mirar el mundo con una belleza que hace tiempo que perdimos.
Hace tanto tiempo que olvidamos esa capacidad del ojo infantil, hace tanto que nos acostumbramos a la mirada educada por el razonamiento, que también hemos olvidado el desafío de Jesús, delante de una niña o niño pequeño, delante de su bautismo. Sobre esa mirada, nos dice Rubem Alves, que “para los niños, todo es maravilloso: un huevo, una lombriz, una concha de caracol, el vuelo de las mariposas … una peonza en la tierra. Cosas que los eruditos no ven”. Siempre escuchamos decir que los niños no tienen experiencia de fe, en el sentido de la confesión que se hace de una experiencia religiosa, pero eso no significa que los niños no tengan experiencia de Dios. Después de todo, ¿no es así como se nos da testimonio de las experiencias místicas o de los momentos poéticos en que buscamos el regazo de Dios?
Quizás volverse como niños, tal como nos dice Jesús, consiste en que nuestros ojos puedan mirar nuevamente a Dios. Verlo en cada hora y cada minuto de la cotidianidad. Ver a Dios en cada prójimo y en el rostro que vemos en el espejo, sin narcisismos ni vergüenza alguna. Que podamos ver y esperar, confiados en el Dios de Jesús, en el Padre que abre cada día sus brazos para recibirnos. Se trata, a fin de cuentas, del misterio de la presencia de Dios, que se nos recuerda en el acto del bautismo. Un misterio que también quiere expresar la fórmula de Gregorio de Nisa, cuando nos dice que allí hay un Padre, hay un Hijo y hay un Espíritu Santo, sin discrepancia.
Al ser testigos del bautismo, recordamos que también fuimos bautizados. Recordamos el agua que nos bautizó y meditamos en el misterio del amor de Dios. Pero podemos hacerlo un poco como niños. Podemos hacerlo en la confianza de que es capaz un niño. Una confianza de niño o de niña, que es como lo dice este verso de Fernando Pessoa
Cuando yo muera, hijito,
Sea yo el niño, el más pequeño.
Tómame en los brazos
Y llévame dentro de tu casa.
Desnuda mi ser cansado y humano
Y déjame en tu cama.
Y cuéntame historias, si acaso me despierto,
Para volverme a adormecer,
Y dame sueños tuyos para jugar
Hasta que llegue cualquier día
Que tú sabes cuál es.
– Publicado en el espacio web de la Església Evangèlica Betlem (Barcelona)