Gabriel llegó a Zaragoza con la certeza de que vería pinturas. Llegó como un misionero al borde de la selva: apertrechado y lleno de fe. Pero llegó, también, con una alforja llena de preguntas. Para algunas de ellas yo tenía respuestas para otras no. Gabriel me pregunta por la soledad y yo trago en seco. Así que le invite a que se sentará a mi mesa y le ofrecí un té de Ceylán adulterado con limón. El cerró los labios como esperando un teté-a-teté y yo respiré hondo, como quien sabe que más temprano que tarde tendrá que tomar el cuchillo y ofrecer un sacrificio. Un sacrificio de transparencia, donde no habrá un chivo expiatorio que ofrecer. A no ser que me ofreciera yo mismo.
Buscamos con desespero una cosa o una persona que nos diga que no estamos solos
Primero, como seres autosuficientes, que nos creemos ser, destruimos los puentes con el Sr. Dios. Y él se convierte en un extraño. En alguien que vive en Poniente más allá del muro. Pero a la misma vez, buscamos con desespero una cosa o una persona que nos diga que no estamos solos. Algo o alguien que nos brinde fraternidad. Algo o alguien que nos declare: esta es tu casa, bienvenido. Pero esto es como andar por la vida con los ojos cerrados. Es como no tener luz en los ojos. A este tipo de aislamiento le llaman estar en el desierto. El segundo modelo de soledad es el resultado de nuestras conversaciones con el Sr. Dios. Y es que cuando estamos con él todo lo demás no existe o no tiene importancia. Pero seguimos sin ver lo que tenemos delante o detrás y es que es tanta la luz que tenemos dentro. Es tan fuerte el sol que nos está musitando y consolando que no logramos definir nuestro entorno. A este estado la gente lo suele identificar con el estar en el cielo.
Y tú dónde estas ahora?-me pregunta Gabriel sin misericordia –¿En el desierto o en el cielo?
Y le respondo con cariño: Saliendo de la región de Moria con fe y esperanza. Y doy un sorbo al té antes que se enfrie definitivamente.