Sobre el crecimiento de la Iglesia todo está dicho. La bibliografía es extensa aunque, en su gran mayoría, de muy baja calidad. Si hacemos uso de un buscador de Internet, encontraremos toda una serie de recetas, modelos, estrategias, caminos a seguir que se nos proponen para fortalecer y engrandecer las iglesias, ya que propiamente hablando deberíamos decirlo así, en plural, pues en ningún momento se trata de la Iglesia de Cristo, en sentido teológico. Estamos hablando en términos sociológicos que, en el fondo de los fondos, es de lo que se trata. Toda institución tiene, como fin primordial, asegurar su continuidad y, en un tiempo de crisis de fe, esto se agudiza notablemente en el mundo religioso. También afecta de forma muy profunda a nuestra Iglesia Evangélica Española.
El lema de nuestro Sínodo: “Preparándonos para crecer” constituye un llamamiento a los sinodales a que pongan este asunto en sus agendas de trabajo. Es un mensaje que han de llevar a sus congregaciones de origen y una invitación a estructurar la vida de la comunidad en torno a este asunto. Es dudoso que el Sínodo pueda hacer algo más que esto. No sería una buena estrategia dedicar las escasas horas que tenemos a nuestra disposición a enfrascarnos en buscar fórmulas de crecimiento. En primer lugar, porque no las hay y, en segundo lugar, porque las que se aplican con éxito sólo tienen cabida en círculos netamente extremistas (fundamentalistas fanáticos, Opus Dei, e-Cristianos, camino neocatacumenal, etc.).
Sin embargo, es también dudoso que la elección del lema haya sido acertada. La preocupación de la Comisión Permanente es muy comprensible dada la situación que estamos atravesando, y llamar la atención sobre la necesidad de afianzar nuestras congregaciones es algo que, desde el centro administrativo de la Iglesia, es lógico que se haga. Pero esto no resolverá ninguno de nuestros problemas de fondo. Poner a la Iglesia, es decir, a nosotros mismos, como centro de nuestras preocupaciones no hará sino empeorar nuestra situación. Una iglesia que se predica a si misma y se pone en el centro como objetivo de su acción no tiene futuro. No luchamos por una iglesia grande y fuerte, aunque todos quisiéramos tenerla, sino por la salvación del mundo.
Lo preocupante de nuestra situación no es que las congregaciones se reduzcan, sino cuales son las razones para que esto ocurra. Y en esto sí que el Sínodo debería insistir. Es urgente revisar nuestras prioridades: dónde reside la fuerza de ser cristianos, cuáles son nuestros objetivos, en qué medida reproducimos la vida de Cristo y vivimos para los demás, qué y para quien predicamos. Hay dos esferas que deberíamos analizar cuidadosamente y obrar en consecuencia. 1) La vida del Espíritu en nuestras congregaciones, la piedad, es decir, la comunión con Dios y con los hermanos, la persistencia en la oración; 2) La proyección exterior. ¿Vivimos para nosotros mismos o vivimos para los demás? ¿Estamos preocupados por la salvación de la Iglesia o por la salvación del mundo? ¿Hacia donde va dirigida nuestra acción?
En el avivamiento del siglo XIX, al que debemos tantas cosas, no siempre buenas, se hablaba de “pasión por las almas”. Posiblemente esto no cuajaría en nuestro contexto eclesial actual, en el que tratamos de evitar este lenguaje alienante que habla de las almas, pero la pasión no debería faltar en nuestro servicio al mundo, recordando que cuando hablamos de “mundo” nos referimos al conjunto de hombres y mujeres de carne y hueso con los que compartimos la vida y a los que nos debemos para aportarles el mensaje liberador del evangelio, que va dirigido a la persona humana en su totalidad en su proyección presente y futura, material y espiritual, si así queremos decirlo.
Nuestro futuro ¿Cuál va a ser? No somos agoreros para adivinar qué nos espera en estos tiempos de cambios. Pero, venga lo que venga, lo que nos importa es recordar que no existimos para crecer sino para servir. El crecimiento lo dará Dios. No podemos vivir mirando hacia dentro, nuestros problemas, nuestras carencias, nuestros números. Esto está ahí y lo habremos de solucionar, pero lo que nos ha de preocupar realmente es si realizamos la obra de Dios, si nos preocupamos verdaderamente por la salvación del mundo que nos rodea. Pablo nos dirá que su celo por la conversión de sus conciudadanos es tal que incluso estaría dispuesto a ser separado de Cristo por amor a ellos (Ro 9,3). ¿Es así como lo vemos nosotros? ¿Es esta nuestra pasión? ¿Qué porcentaje de nuestro esfuerzo va dirigido hacia adentro y qué hacemos para los demás? ¿Cómo los ayudamos? ¿Cómo les hacemos llegar el evangelio de Cristo?
Nuestra misión es anunciar las buenas nuevas del evangelio “a toda criatura”, pero no para hacer prosélitos, sino por amor a los hombres y mujeres que viven a nuestro alrededor sin fe y sin esperanza, a veces en situaciones humanas de extrema miseria. Por tanto, nuestra preocupación no ha de ser “ad intra”, para hacer iglesia, sino “ad extra”, es decir, orientada al servicio de Dios y de la humanidad. Y en esto posiblemente reside nuestra debilidad: la proyección exterior de muchas de nuestras comunidades es tan escasa que, prácticamente apenas existe. Preocupadas por la lucha por la supervivencia olvidan que la razón de su existencia no es la de perpetuarse, sino la de ser fieles a su ministerio. Una iglesia existe para servir, por lo que “una iglesia que no sirve no sirva para nada”. Lo que nos ha de preocupar no es si somos pocos o muchos en nuestras iglesias, sino si los que estamos en ellas cumplimos la misión que Cristo nos ha encomendado.