Un reciente estudio titulado America’s Changing Religious Landscape, publicado en mayo pasado por el conocido Pew Research Center, especializado en el análisis sociológico de la religión, ponía de relieve respecto de la población total estadounidense, el descenso desde 2007 en casi un ocho por ciento de ciudadanos que se declaraban afiliados a alguna confesión cristiana. Concretamente, se descendía de un 78,4 en 2007 a un 70,6 en 2014. Tan pronto este informe se hizo público, se dispararon las alarmas y se multiplicaron todo tipo de explicaciones y análisis.
Dado que este descenso viene provocado sobre todo por la pérdida de afiliados entre las iglesias más antiguas de los Estados Unidos (episcopales, presbiterianos, luteranos, metodistas y católicos), les ha faltado tiempo a los que menos pierden (las iglesias pentecostales y las evangélicas conservadoras) para acusar al ‘liberalismo’ de buena parte de aquellas iglesias de ser la causa principal de esta pérdida. Pero las iglesias acusadas alegan que buena parte de su pérdida supone en realidad un trasvase de sus feligreses a las iglesias pentecostales y conservadoras, alimentando así su crecimiento en términos absolutos, si bien en términos relativos siguen perdiendo un uno por ciento respecto a la población total del país. Es decir, postulan que el conservadurismo o carismatismo sirven para frenar un mayor decrecimiento del cristianismo en los Estados Unidos, pero no para renovar su crecimiento.
Vivimos en tiempos donde ‘los números mandan’, y no sólo en economía. Y parece que hasta el valor y veracidad de la religión está sujeto a su peso estadístico en la sociedad. Digo esto porque creo que los cristianos en general también hemos sucumbido al encantamiento de los números, midiendo la contribución de las iglesias a la sociedad con medidores más bien periféricos a la esencia del propio cristianismo. Y debido precisamente a esto nos invade una sensación de impotencia ante lo que se nos presenta como un declive del cristianismo en Occidente.
Sin embargo, en medio de este debate también han surgido voces más serenas que apuntan a la esencia más que a la periferia numérica. Por ejemplo, Stephen Mattson, en un blog de Soujourners, se hace una pregunta muy interesante, que resumo a continuación:
Los Estados Unidos de 1948, con un 91 por ciento de la población afiliada a iglesias cristianas, ¿eran más cristianos por eso, a pesar de la profunda implantación de la segregación racial, la persecución sistemática provocada por el Red Scare (temor al comunismo), o el sexismo que permeaba todas las esferas sociales y laborales, por mencionar sólo algunas de las lacras sociales más importantes?
Preguntas similares podrían hacerse sobre la década de los 60 con un 93 por ciento de afiliados a las iglesias, pero con país que se involucra más y más en la guerra de Vietnam, que vive una profunda revolución sexual y otra revolución de las drogas, etc.
Por eso, este autor concluye:
Cuando el porcentaje de cristianos alcanzó su máximo en los Estados Unidos, el estado moral de la sociedad estaba muy lejos de ser cristiano.
Estoy seguro de que esta conclusión puede aplicarse no sólo a los Estados Unidos, sino a los países europeos en general, donde el liberalismo teológico del siglo XIX incidió negativamente en la afiliación eclesial, pero positivamente en la democratización política que acabó con el ‘Antiguo Régimen’ muy dependiente de la alianza Estado-Iglesia. Y por supuesto, estoy seguro de que la España de hoy no es menos cristiana que la de antaño, porque quizás aquella España nunca fue tan cristiana como se supone.
De esta reflexión deduzco que la verdadera contribución a la sociedad por parte de las confesiones religiosas no se vincula tanto a su peso estadístico (porcentaje de feligreses, por ejemplo), cuanto a la genuinidad de su vivencia religiosa. En el caso cristiano, es más importante medir la autenticidad de nuestro seguimiento del Evangelio, que medir el peso social que realmente tenemos.