En la Escuela Dominical, aprendí dos cosas. Lo primero fue que para ganar una batalla contra un gigante extranjero es necesario usar una honda y acertar a darle en la cabeza. Lo segundo fue que a lo más alto, como embajador de Cristo, que podía llegar era siendo misionero e irme a una tierra extraña inundada de salvajes y ser compasivo con ellos. Lo primero nunca lo he podido comprobar. En referencia a lo segundo tengo algunos criterios nuevos sobre la misión. Y mis criterios están vinculados con la compasión y con los extranjeros.
No todos necesitamos irnos a una tierra lejana para ser compasivos. Hay muchas ocasiones a nuestro alrededor donde podemos dar lo mejor de nosotros sin necesidad de mostrar el pasaporte. El sufrimiento ya no entiende de geografía. No está lejos. Es lo más democrático del mundo. Pero para verle hay que mantener los dos ojos bien abiertos. Es como pretender ver a Dios entre la niebla.
Cuando somos capaces de abrazar el dolor ajeno es porque el nuestro ha sido arrinconado junto con el egoísmo en algún sitio donde no llega el sol. La compasión es una de esas cosas que necesita hacerse realidad para que sea infalible e inequívoca. Para que sea verdad. Para que sea visible.
Por otro lado mi lengua materna está llena de palabras griegas. Xenofobia es una de ellas y trata de definir el miedo, la hostilidad y el odio al extranjero, con manifestaciones que van desde el rechazo más o menos manifiesto hasta las agresiones. Pero el temor a los extranjeros no es una exclusividad de nuestra cultura. En todos los tiempos se les ha definido como individuos peligrosos y amenazantes. Que existen para quitarnos lo que poseemos y para contaminarnos con sus costumbres. Por eso pocas personas abrirían las puertas de su casa a ellos. Pero hay historias antiguas que dicen lo contrario. Abraham abrió su puerta. No se mostró dispuesto a repetir algunas tradiciones, sino que abandona la comodidad y sale a recibirles. Echó a bajo los muros preventivos y hace sitio para los otros, ofreciendo lo mejor que tenía. Sólo cuando hace lo impensable y se muestra como un heterodoxo es que entra en la dimensión de la experiencia sobrenatural. Abraham rompe con el mito de excluir a los diferentes y vence sus miedos. Sólo entonces se encuentra con Dios.
Treinta años después que abandoné la Escuela Dominical me veo en una tierra extraña y rodeado de nativos. Ellos me han abierto sus corazones y corro cada día el riesgo de que me rompan el mío. Ahora soy tan vulnerable como cuando se tiene el cuerpo en carne viva. Pero los nativos me consuelan con su hospitalidad. Yo, que vine a ser compasivo recibo compasión. Yo que vine a hacer visible al Dios invisible me encuentro con El. Yo que vine a sanar, estoy siendo curado de mis heridas.
A. Gil Milián