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Gerson Amat es pastor de la Iglesia Evangélica de la Esperanza, en Valencia (IEE) y coordinador de Taller Teológico.

¿Todavía podemos cantar?

¿Todavía podemos cantar?

4º domingo de Adviento

Miqueas 5:2-5a – Lucas 1:39-55

 

  • ¿Vivimos el peor tiempo de la historia?

Aunque los cristianos “no seamos del mundo”, como decía Jesús, la realidad es que vivimos “en este mundo”, y no podemos evitar la enorme influencia que en nuestras ideas y en nuestras palabras tienen los mensajes que recibimos sin cesar del ambiente que nos rodea. Sin darnos cuenta, como si no tuviera ninguna importancia, empezamos diciendo las mismas cosas que los que no tienen fe, seguimos teniendo los mismos sentimientos que los que no tienen fe, y acabamos creyendo lo mismo que los que no creen.

Y lo que creen, sienten y dicen en estos momentos bastantes de los que no creen, es que este mundo está muy mal, y que  no tiene remedio. Y que este mundo, concretamente éste en el que vivimos, es decir, el tiempo en que nos ha tocado vivir, es la peor de las épocas, y que nunca había habido tanta violencia, ni tanta corrupción. Y que por culpa nuestra el mundo se va a destruir en cincuenta años por el calentamiento del planeta. O que la culpa de todo la tienen los políticos. O que los mayas han profetizados que la tierra se va a destruir dentro de unos días.

Lo peor es que también hay muchos, muchísimos cristianos que están de acuerdo, y encima añaden que nunca había habido en el mundo tantos pecados como ahora, y que por culpa de tantos pecados Dios en persona va a venir también muy pronto a destruir el planeta, y que sólo se salvarán unos cuantos. Y todos los demás…

En la base de todos estos sentimientos y expresiones apocalípticas, está la idea de que vivimos en el peor de los tiempos posibles. Sin embargo, hay que decir, de entrada, que eso no es verdad. Es rotundamente mentira. No es verdad que vivamos en el peor tiempo de la historia. Cualquiera que sepa algo de historia, puede saber, o lo puede averiguar si se toma la molestia, lo que supuso la Guerra Civil Española, o las dos Guerras Mundiales del siglo XX, o las guerras de Napoleón, o las guerras de religión en el siglo XVI, o las epidemias de peste en la Edad Media en las que la gente moría a millones… ¿Sigo remontándome hacia atrás?

  • En su tiempo, Miqueas anuncia la grandeza del Señor

¿Sabéis qué pasaba en el tiempo del profeta Miqueas, de cuyo texto hemos leído un fragmento? Él mismo nos cuenta en su libro algunas cosas, sin las cuales no podemos comprender del todo qué dice y por qué lo dice. A partir de lo que dice, y con un poco de historia bíblica, podemos hacer una especie de reconstrucción de los hechos.

Hacía muy pocos años, los asirios, el imperio militar más despiadado de toda la historia, había destruido el pequeño reino de Israel, formado por las diez tribus de hebreos que habitaban al norte de Canaán, la tierra que hoy se disputan israelíes y palestinos, mientras que a sus habitantes los habían dispersado por las tierras de su enorme imperio, como habían hecho con otros reinos aniquilados, en lo que hoy llamaríamos un genocidio sistemático. Y cuando los asirios terminaron con Israel, obligaron a pagar tributos al reino de Judá, formado por las dos tribus que quedaban al sur y que entonces tenían por rey a Ezequías, que sería considerado por la tradición como el rey justo por excelencia. El profeta Miqueas alude al peligro de invasión, que al final se produjo (Mi 5,5-6), y a la táctica de la deportación masiva de la que fue víctima Samaría, la capital de Israel (Mi 5,7-8).

Mientras Israel era aniquilado, en Judá la corrupción imperaba por todas partes. Los poderosos se adueñaban de los terrenos y de las casas de los débiles, maltrataban a las mujeres y vendían a los niños como esclavos:

¡Ay de los que planean la maldad, y traman iniquidades en sus lechos! En cuanto se hace de día lo ejecutan pues tienen poder para ello. Codician campos y los roban, casas, y se apoderan de ellas; oprimen al cabeza de familia y a los que conviven con él, a la persona y sus propiedades […] A las mujeres de mi pueblo las expulsáis de sus queridos hogares, a sus hijos los priváis para siempre del honor que procede de mí” (Mi 2,1-2.9).

Las autoridades, en vez de poner freno a todos estos atropellos, trataban al pueblo como carne de matadero:

Escuchadme, jefes de Jacob, oídme, dirigentes de Israel: ¿No os corresponde a vosotros ocuparos del derecho? Odiáis el bien y amáis el mal, arrancáis la piel a la gente y dejáis sus huesos al desnudo. Esos que comen la carne de mi pueblo, le arrancan la piel y quiebran sus huesos, cortan su carne en pedazos para echarlos a la olla o a la caldera” (3,1-3).

Para terminarlo de rematar, los jueces, los sacerdotes y los profetas, de quienes se esperaba que denunciaran las injusticias, se vendían al mejor postor:

Escuchad esto ahora, jefes de Jacob, oíd, gobernantes de Israel, los que detestáis la justicia y violáis todo derecho, construyendo a Sión con sangre y a Jerusalén a fuerza de delitos. Sus jueces juzgan por soborno, sus sacerdotes predican sueldo y sus profetas vaticinan por dinero. Pero aún se apoyan en el Señor y dicen: ‘¿Acaso no está el Señor con nosotros? ¡No nos alcanzará la desgracia!’.” (Mi 3,9-11)

Todas aquellas personas a las que denunciaba la predicación de Miqueas presumían de ser piadosas, invocaban al Señor, y estaban convencidas de que Dios no les podía hacer nada malo (Cf. Mi 2,7; 3,4.11).

En ese tiempo, en ese contexto, Miqueas habla en nombre del Señor para denunciar los atropellos cometidos, no por los pueblos paganos, sino precisamente por el mismo pueblo de Judá, el Pueblo de Dios. Y anuncia por ello que, si no se convierten, Dios no les va a ayudar más, y serán invadidos por los crueles ejércitos extranjeros:

Cuando griten al Señor, no tendrán respuesta alguna. El Señor les ocultará su rostro a causa de sus malas acciones […] Avergonzados y ruborizados, videntes y adivinos taparán su rostro al no tener respuesta de Dios […] Pues bien, por vuestra culta Sión será arada como un campo, Jerusalén terminará en montón de piedras y el monte del Templo en cerro de espinos” (Mi 3,4.7.12).

¡Vaya panorama! Sin embargo, también en ese tiempo, en ese mismo contexto, Miqueas habla en nombre del Señor para anunciar “un tiempo”, en el futuro, en que Dios va a cambiar las cosas. A pesar de la maldad que reina en su tiempo, Miqueas, contemplando la realidad con la mirada de Dios, es capaz de ver que lo que está sucediendo es sólo pasajero, como los dolores de una mujer embarazada, y que todo lo que les está ocurriendo, que cualquiera puede experimentar como un abandono por parte de Dios, durará solamente “hasta que dé a luz la que ha de dar a luz” (Mi 5,2).

El profeta ignora los detalles, no sabe en qué tiempo sucederán todas estas cosas, pero está convencido de que los males de su tiempo no son lo que Dios quiere para su pueblo, y que Dios está preparando algo nuevo. Por eso les anuncia que vendrá un nuevo gobernante de parte de Dios:

Saldrá el caudillo de Israel, cuyo origen se remonta a días antiguos, a un tiempo inmemorial” (Mi 5,2b).

Este rey que ha de venir reunirá a todo el pueblo de Dios, también a todos aquellos que han sido dispersados entre las naciones de la tierra, y en su tiempo, y por su actuación, estallará la paz entre las naciones:

Y el que aún quede de sus hermanos volverá a reunirse con el pueblo de Israel […] Él nos traerá la paz” (Mi 5,2b.4a).

Y esto será posible porque este rey que ha de venir no actuará con su propio poder, ni confiando en las fuerzas militares, ni buscando alianzas políticas con los estados importantes. Por el contrario, él será de origen humilde, y vendrá de “Belén Efrata, pequeña entre los clanes de Judá” (Mi 5,1a).

De origen humilde, el rey que vendrá será “pequeño”. Como lo había sido Jacob. Como Moisés. Como Josué, Gedeón y David. Lo que él va a hacer, lo hará con el poder de Dios. Será un instrumento en las manos de Dios, y dirigirá como un pastor al pueblo de Dios, en nombre de Dios, el verdadero Rey y Pastor de Israel y de Judá, de modo que sus triunfos serán los triunfos de Dios, y por ello será Dios quien reciba la gloria por su victoria:

Se mantendrá firme y pastoreará con la fuerza del Señor y con la majestad del Señor, du Dios. Ellos, por su parte, vivirán seguros, porque él extenderá su poder hasta los confines mismos de la tierra” (Mi 5,4).

  • En su tiempo, María celebra la grandeza del Señor

Nos quedamos de momento con las últimas palabras de Miqueas que acabamos de leer: “Él extenderá su poder hasta los confines mismos de la tierra”. Y como si tuviéramos una máquina del tiempo damos un salto de siete siglos, aunque no nos hayamos movido de la tierra de Judá, cerca de Jerusalén.

El Antiguo Testamento nos narra cómo,  lo largo de esos siete siglos, el pueblo de Judá experimentó de muchas maneras el “abandono de Dios” del que había hablado Miqueas. También Isaías y Jeremías habían hablado al pueblo en nombre de Dios conminándolos a la conversión, al cambio de vida, pero tampoco fueron escuchados. La situación había ido realmente de mal en peor.

También Judá había sido invadida, aunque por otro imperio militar, los babilonios, que habían superado el poderío de los asirios. Y como había ocurrido antes con sus hermanos del norte, también los habitantes de Jerusalén y de Judá fueron llevados al destierro. Allí, junto a los canales de Babilonia, tuvieron tiempo de llorar amargamente. Aunque algunos se arrepintieron, y reconocieron su pecado y “el pecado de sus padres”, y pudieron entonces experimentar el amor perdonador de Dios. Entonces Dios les permitió regresar y reconstruir el templo.

Sin embargo, no se acabaron aquí las angustias. Después de los babilonios vinieron los persas, y los griegos, y los egipcios, y los sirios. Y, por último, los romanos. Siete siglos después de Miqueas, la tierra de la promesa sigue estando invadida por el ejército de un imperio extranjero, al que hay que pagar elevados impuestos. Y los sacerdotes siguen llenándose los bolsillos a costa del culto, y los más religiosos continúan obsesionados con cumplir todas las normas, y con hacerlo todo “como está mandado” para que Dios se vea obligado a bendecirlos.

Sin embargo, en ese tiempo, que es como todos los tiempos, está empezando a suceder algo distinto. Nadie lo sabe, pero está a punto de terminar aquel “abandono de Dios”, del que decía Miqueas que duraría sólo “hasta que dé a luz la que ha de dar a luz”. En ese tiempo como todos los tiempos, y en un pequeño rincón de la tierra de Israel, tiene lugar algo insignificante que va a cambiar la historia de la humanidad.

La escena la ocupan dos mujeres judías. Una es mayor que la otra. Las une su parentesco, pero tienen también en común que ambas están embarazadas. Y las dos son conscientes, lo saben positivamente, que sus embarazos tienen algo que ver con los planes de Dios. En su insignificancia, no terminan de entender lo que les está ocurriendo, pero saben que en ellas, y por medio de ellas, Dios está actuando por su Espíritu, su amor poderoso. Por el Espíritu, que mueve a su hijo Juan en su vientre, Isabel reconoce, en el hijo que lleva su sobrina María en las entrañas, al “Señor”, al Mesías de Dios, el que ha de venir a salvar a su pueblo, el anunciado por los profetas.

A su alrededor, fuera de la casa, en la tierra de Israel, y en el gran imperio de Roma, y en toda la “oikoumene”, la tierra habitada, siguen reinando la violencia, la injusticia y la avaricia. Todo el mundo parece seguir estando como “dejado de la mano de Dios”. Sin embargo, allí, en aquella casa, aquellas dos mujeres están experimentando en su encuentro la acción poderosa del Dios del amor poderoso. Ellas han oído la Palabra que les ha venido del mismo Dios, y han creído las cosas que el Señor les ha dicho. Y por eso se sienten, juntas, inmensamente felices.

Miqueas había dicho: “Él extenderá su poder hasta los confines mismos de la tierra”. Y la profecía se cumple. María, la joven embarazada, canta:

Todo mi ser ensalza al Señor. Mi corazón está lleno de alegría a causa de Dios, mi Salvador” (Lc 1,46-47).

María, como Isabel, reconoce que aquí el protagonista es Dios. Sabe que Dios va a cumplir sus promesas, y que se ha fijado en ella, y la ha escogido a ella, una mujer, una joven, una soltera, una nadie, para hacer en ella, y por medio de ella, las grandes cosas que tiene preparadas y prometidas. Ella no tiene que hacer nada especial. Sólo ha de creérselo. Y hacer de madre. Algo sencillo, normal, lo de todos los días.

Porque María, como Isabel, se lo ha creído. Por eso se siente “bienaventurada”, dichosa, feliz. Porque el que es “Santo”, el Dios único que está por encima de todo cuanto existe, es un Dios misericordioso, y ha tenido a bien, porque así lo ha querido, utilizarla como a una sierva, como a una esclava, para cumplir en ella y por medio de ella su voluntad.

Miqueas, y todos los profetas, habían anunciado que, en el futuro, Dios cumpliría sus promesas, y haría justicia, y salvaría a los pobres e indefensos. Ahora María, llena de gozo por la misericordia de Dios, alaba su grandeza por lo que Dios ya ha hecho en el pasado, y por lo que ya ha empezado a hacer ahora de cara al futuro. En ella, y en Isabel, y en el hijo que espera Isabel, y en ese otro hijo misterioso que ha empezado a vivir en sus entrañas. Y María canta la grandeza de Dios que ha empezado a manifestarse, aunque de momento sólo ellas lo experimenten en sus vientres que estaban vacío pero ahora están llenos de vida. Porque Dios

con la fuerza de su brazo destruyó los planes de los soberbios. Derribó a los poderosos de sus tronos y encumbró a los humildes. Llenó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías” (Lc 1,51-53).

María e Isabel pueden, y nosotros podemos, creer en la palabra que Dios ha dado, y confiar plenamente en él, porque él es el Dios que cumple sus promesas:

Se desveló por el pueblo de Israel, su siervo, acordándose de mostrar misericordia, conforme a la promesa de valor eterno que hizo a nuestros antepasados, a Abrahán y a todos sus descendientes” (Lc 1,55)

Isabel ya lo ha dicho antes: El hijo que va a dar a luz la joven embarazada es el Señor. Sólo que no será como los señores de este mundo, que quieren sentirse grandes porque son pequeños, y que sólo buscan poder y riqueza porque no tienen realmente nada que dar a nadie. El Señor que va a nacer será verdaderamente grande porque será pequeño. Nacerá en Belén Efrata, la ciudad más pequeña de los clanes de Judá. Y no será sacerdote, ni político, ni militar, ni jurista. Será un trabajador. Y hará el trabajo de su Padre Dios.

  • En nuestro tiempo, celebramos y anunciamos la grandeza del Señor

Volvemos a subir a nuestra máquina del tiempo y aparecemos aquí y ahora, 2000 años después. En el tiempo cristiano, hoy es el último domingo del Adviento. Ya llevamos tres semanas viviendo en el horizonte de la celebración de la Navidad, pero nuestra celebración no puede quedarse mirando sólo hacia atrás. Si en los tiempos que estamos viviendo los cristianos podemos celebrar algo, es porque nos situamos ante el horizonte del cumplimiento de las promesas de Dios. Dicho de otra manera: porque creemos que Dios ha cumplido sus promesas, esperamos con esperanza contra toda esperanza que Dios va a cumplir todas sus promesas. Con la certeza de que en el futuro de la tierra y del ser humano no nos espera la muerte sino la vida. Porque  hemos conocido y experimentado al Dios que cumple sus promesas. Hoy. Aquí y ahora. En nosotros. Por medio de nosotros. Como María, los cristianos y la Iglesia estamos “embarazados de Jesucristo”. No se puede ver con los ojos de la cara, pero con los ojos de la fe podemos advertir que Dios está ya actuando, desde hace 2000 años. Con su Espíritu Santo, que es su amor poderoso o el poder de su amor. A través de nuestra vida cotidiana. Dejándonos llenar en ella por la vida de Dios.

Vivimos en un mundo globalizado, un mundo que está en manos de los poderosos de este mundo, que cada vez acumulan más poder. En manos de los que no esperan a Dios porque no quieren que Dios venga, porque no les interesa de ningún modo, porque quieren ser ellos los dioses de este mundo. Y este mundo globalizado funciona con alarmas globalizadas. Cualquier cosa que suceda en el rincón más remoto del planeta, los medios de comunicación nos la presentan al instante. Nos dicen que lo hacen para que estemos informados, pero también lo hacen para que tengamos miedo. Para que de este modo nos pongamos en sus manos, y aceptemos los valores que nos proponen. Y adoremos a sus “dioses”, los dioses de siempre: el Dios del dinero, de la fama, del éxito, de la comodidad, de la seguridad, de la codicia…

Los cristianos vivimos hoy, en este tiempo, en nuestro Adviento, en un mundo que está aparentemente en manos de los poderosos de este mundo. Y a estos poderosos les interesa que creamos que este mundo no tiene remedio. Y que nuestro tiempo es la peor de las épocas, y que nunca había habido tanta violencia, ni tanta corrupción. Y que por culpa nuestra el mundo se va a destruir. Para que nos pongamos en sus manos.

Pero no es eso lo que creemos los cristianos. El mundo no está “dejado de la mano de Dios”. El mundo no está en las manos de los poderosos de este mundo. Porque este mundo es de Dios. Del Dios que cumple sus promesas. Del Dios de Jesús. Del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Del Dios que se hizo carne, y habitó entre nosotros. Y hemos visto su gloria.

Aunque las consecuencias de la crisis económica que ha sido causada por los poderes económicos esté causando un inmenso sufrimiento a todas sus víctimas, no vivimos el peor tiempo de la historia. Pero eso es algo que sabe cualquiera que sepa historia. Lo que sólo los cristianos sabemos, porque creemos, es que el mundo es de Dios. Sabemos que, desde hace 2000 años, el mundo está embarazado de Dios. Sabemos que está dando a luz constantemente vidas nuevas de hombres y mujeres nuevos, que en su vida han experimentado de alguna manera que han vuelto a nacer, o que se han sentido como preñados de vida, y se han descubierto como hijos e hijas de Dios. Sabemos que en el mundo, en la iglesia, y en cada uno de nosotros y nosotras, “pequeños” como Isabel y María, se está gestando, por la Palabra y el Espíritu Santo, el mundo nuevo de Dios que va a nacer.

Yo no sé si vosotros tenéis motivos para celebrar algo, o para esperar algo. Yo sí. ¿Podemos hacer nuestro el canto de María?

Todo nuestro ser ensalza al Señor. Nuestros corazones  están llenos de alegría a causa de Dios, nuestro Salvador, porque ha puesto sus ojos en nosotros que somos sus humildes esclavos y esclavas. De ahora en adelante todos nos llamaran felices, pues aquel que es todopoderoso ha hecho maravillas con nosotros y nosotras”.

AMÉN

Sobre Gerson Amat


Gerson Amat es pastor de la Iglesia Evangélica de la Esperanza, en Valencia (IEE) y coordinador de Taller Teológico.

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