Me vais a dejar que os cuente hoy la historia de dos mujeres que hace dos mil años, en un pueblo perdido en la región montañosa de Judea, se encontraron y se abrazaron. Ya está. Ésa es la historia. Eso es lo que cualquiera que hubiera pasado por allí habría podido ver. Un encuentro de dos mujeres insignificantes.
Sin embargo, lo que de verdad estaba sucediendo en aquel momento era que Dios, el Salvador, el Dios de Israel, se estaba acordando de su misericordia, estaba cumpliendo la promesa de valor eterno que había hecho a los antepasados, a Abrahán y a todos sus descendientes:
“Sal de tu tierra, y dirígete a la tierra que yo te mostraré… Te convertiré en una gran nación, te bendeciré y haré famoso tu nombre, y servirás de bendición para otros… ¡En ti serán benditas todas las familias [naciones/etnias/culturas/pueblos] de la tierra! (Gén 12,1-4).
Ésa había sido la “promesa de valor eterno” que Dios había hecho a Abrahán y a sus descendientes. La promesa ya se había cumplido en vida de Abrahán: por medio de él, sólo por el hecho de cruzarse en su camino, Dios había bendecido a mucha gente. Y se había cumplido también a lo largo de toda la historia de sus descendientes.
El pueblo de Israel fue descubriendo a lo largo de su historia que las promesas de Dios, como son “de valor eterno”, tienen siempre un “plus”. Habían descubierto que Dios siempre exige cada vez más, pero también que Dios siempre está dispuesto a dar cada vez más. En cada una de las etapas de la historia de la salvación, el Dios de Israel muestra siempre su misericordia.
También la promesa que Dios había hecho por medio del profeta Miqueas se había cumplido ya. De Belén Efrata, la ciudad más pequeña entre los clanes de Judá, había salido ya el gran caudillo de Israel. Allí había nacido David, el que había reunido a todas las tribus en un solo reino, había conquistado Jerusalén y había introducido en el Santuario los signos de la liberación y de la alianza, los signos de la presencia de Dios en medio de su pueblo.
Y allí, en tiempos de Miqueas, nacería Ezequías, “el que había de nacer cuando diera a luz la que había de dar a luz”, el heredero del rey, el gran descendiente de David, fiel al Señor, en cuyos días el Señor salvó a Jerusalén del poder destructor de los asirios.
Tampoco entonces se terminaron de cumplir las promesas de Dios. Eran “de valor eterno”. Tenían un “plus”. Cuando el pueblo de Judá rompió su alianza con Dios, y vivió como si Dios no existiera, Dios se mantuvo fiel a su misericordia, y salvó de nuevo a los que habían sido llevados al exilio.
Los judíos que fueron liberados y volvieron del exilio descubrieron ese “plus”, y creyeron que Dios daría un nuevo descendiente a Abrahán para beneficiar a todas las familias de la tierra. Y creyeron que Dios iba a dar un nuevo descendiente a David que iba a pastorear a su pueblo con el poder de Dios, para traer la paz, el “shalom”, el bienestar que es fruto de la justicia, de la obra bien hecha.
En nuestra historia han pasado unos cuantos siglos más, y en Israel, el pueblo de las promesas, prácticamente se han olvidado de las promesas de Dios. Hace 60 años que el Imperio romano los invadió y los sometió militarmente, y cada año los exprime a base de impuestos.
Hay muchos, como los sicarios y los zelotes, los “terroristas”, que optan por la “acción directa” y están dispuestos a echar a los romanos al mar. Otros, pocos en realidad, como los grandes comerciantes y mercaderes, y los jefes de los recaudadores de impuestos, los ricos, los financieros, los “mercados”, prefieren que los romanos se queden para que mantengan el orden, el status quo, de modo que ellos puedan seguir prosperando en sus negocios.
Mientras tanto, los grandes sacerdotes de Jerusalén optan también porque todo se quede como está, porque ellos han velar por el bien del pueblo, y piden que haya paz, que no pase nada, para que todo siga siempre igual, y el culto en el templo se desarrolle sin novedad, como está escrito, “para mayor gloria de Dios”.
Por contra, los maestros de la ley y los escribas (como si dijéramos, teólogos y canonistas), y los fariseos y los esenios (es decir, los fundamentalistas, los pietistas y los sectarios de la época), están obsesionados por cumplir a rajatabla todas las prescripciones de la ley divina, para conseguir un pueblo puro, limpio de pecado, preparado para la venida del enviado de Dios que ha de destruir a todos los impuros y pecadores, a los enemigos de la religión, y de este modo Israel llegue a ser el Reino de Dios, el centro del mundo, al que estén sometidos todos los reinos de la tierra. Y todo esto también “para mayor gloria de Dios”.
Todavía quedan otros, pero a éstos nadie los tiene en cuenta. Mejor dicho, son despreciados, porque son considerados despreciables. Son los trabajadores no cualificados, pero también los artesanos, los que sólo tienen un pedazo de tierra para plantar cebollinos, los pescadores, los pastores. Los que ejercen oficios “inferiores”. Incluso los sacerdotes “del montón”, como Zacarías. Ellos se consideran los anawim, los “pobres del Señor”, los “pobres en el espíritu”, porque no tienen a nadie de su parte, más que a Dios. No interesan a los violentos y terroristas porque ellos creen en la paz y practican la no-violencia. Los ricos los ignoran porque son pobres. No cuentan para los grandes comerciantes porque no les pueden comprar sus valiosos productos y han quedado marginados de la sociedad de consumo. Para los recaudadores de impuestos valen en tanto en cuanto pagan los tributos. A los grandes sacerdotes (léase eclesiásticos) sólo les importa que peregrinen al templo, hagan sus sacrificios y paguen sus diezmos, “para mayor gloria de Dios”. Y los maestros de la ley, los escribas, los fariseos y los esenios (fundamentalistas, pietistas y sectarios) los miran por encima del hombro, cuando no huyen de ellos como de la peste, porque los consideran impuros, sucios, pecadores, los culpables de que no termine de venir el Mesías, también “para mayor gloria de Dios”.
Pero ellos, esos que todos consideran “dejados de la mano de Dios”, son los únicos que se saben en las manos de Dios. Porque no tienen nada de valor más que a Dios, porque no tienen a nadie que se preocupe de ellos más que a Dios, confían plenamente en Dios, y siguen esperando en sus promesas “de valor eterno”, siguen esperando que sea Dios quien destruya los planes de los soberbios con la fuerza de su brazo, y derribe a los poderosos de sus tronos y encumbre a los humildes, que llene de bienes a los hambrientos y despida a los ricos con las manos vacías.
Ellos, los anawim, los pobres de Dios, los pobres en el espíritu, son el resto de Israel, los que siguen anhelando que Dios venga a este mundo.
Por eso, cuando Dios quiso cumplir definitivamente sus promesas, cuando ya se cansó de enviar enviados y quiso venir él mismo, no vino a los poderosos de este mundo, aunque él era el Rey del universo. Ni vino a los violentos revolucionarios, aunque él era el gran libertador que venía a “darle la vuelta a la tortilla”. Ni vino a los grandes empresarios ni a los “mercados”, aunque él era el dueño de todas las riquezas de la tierra. Ni vino a los que se las dan de religiosos, aunque él era el único verdaderamente justo. Ni vino a los grandes eclesiásticos, aunque él era Dios.
Cuando Dios quiso cumplir definitivamente sus promesas, cuando ya se cansó de enviar enviados y quiso venir él mismo a este mundo, poderoso y revolucionarios, ricos financieros, religiosos intransigentes, importantes eclesiásticos, seguían viviendo “como si Dios no existiera”, preocupándose de Dios sólo y cuando y en aquello que les convenía.
Por eso, cuando Dios quiso cumplir definitivamente sus promesas, cuando ya se cansó de enviar enviados, Dios mismo vino a los suyos, a “sus pobres”. Al “resto”, a esos pocos que todavía tenían conciencia de que necesitaban a Dios y anhelaban de verdad que viniera a este mundo.
Y cuando Dios vino al mundo, se encontraros dos mujeres, que además de pobres eran mujeres, y además de mujeres no eran nadie. Porque a una se le había pasado la edad de tener hijos y la otra era una jovencita sin marido. Por no tener, no tenían ni hijos.
Cuando Dios quiso cumplir definitivamente sus promesas, se fijó en estas dos mujeres y las eligió. Una, la mayor, para ser la madre del que tenía que llegar antes a prepararle el terreno. La otra, la jovencita, para ser la madre de su Hijo, el Mesías, el Salvador, Dios hecho Hombre, Hijo de Dios hecho Hijo del Hombre. Dios las eligió a las dos porque sí, porque quiso, porque le gustaron, por gracia.
Dos pobres. Dos mujeres. Dos pobres mujeres que nada tenían pero que ahora están llenas, preñadas, por obra del Espíritu de Dios, por obra de la gracia, de la misericordia de Dios, se encuentran y se abrazan. Un gesto natural. Algo que pasa todos los días. Pero en ese gesto de amor humano se están encontrando el cielo y la tierra. Dios y su precursor. A Isabel el niño le da saltitos. La criatura ha reconocido a su Creador. El precursor ha reconocido a su Señor. El último de los profetas del Antiguo Testamento ha reconocido a su Dios que viene a cumplir sus promesas.
Las madres no son plenamente conscientes de lo que está ocurriendo, pero el Espíritu Santo las convierte en profetisas, en portadoras de la palabra de Dios que se concentra en su pequeño diálogo:
– ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!
– “Mi corazón está lleno de alegría a causa de Dios, mi Salvador, porque ha puesto sus ojos en mí que soy su humilde esclava. De ahora en adelante todos me llamarán feliz, pues ha hecho maravillas conmigo aquel que es todopoderoso, aquel cuyo nombre es santo y que siempre tiene misericordia de aquellos que le honran”.
Cuando Jesús era ya mayor se produjo un diálogo parecido, también con una mujer:
– “¡Feliz la mujer que te dio a luz y te crió a sus pechos!”
– “Felices, más bien, los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”.
En nuestra historia, las dos mujeres, Isabel y María, están felices, porque han escuchado la palabra de Dios y la han puesto en práctica. Porque han creído que el Señor va a cumplir sus promesas. Porque han escuchado la palabra de Dios y la han creído. Porque han creído en la palabra de Dios. Por eso son felices.
Por medio de estas dos mujeres pobres, a las que había escogido porque sí, Dios empezó a cumplir definitivamente sus promesas de hacernos felices a todos:
“Felices los pobres, los que ahora tenéis hambre, los que ahora lloráis, los que sois odiados, despreciados, insultados y proscritos… Alegraos y saltad de gozo…” (Lc 6,20-23).
“Ven, Señor Jesús”. AMÉN.